Hasta para escribir hay que ser determinante, o lo que es lo mismo: "No decidir es decidir"
En la escritura académica, toda posición de pensamiento que tome el autor es producto de decisiones. Las ideas no surgen por el mero conocimiento y el ejercicio crítico para quedar plasmadas por derivación lógica. A veces se decide bien, otras se toma la determinación incorrecta. Pero hay que decidir.
La vida es una toma de decisiones. El sentarme a escribir fue una decisión. El tomar para la cena un licuado de plátano con guayaba, es otra decisión. La primera puede no tener ningún beneficio, salvo el ejercicio mental para no llegar al Alzheimer y a lo mejor entretener al posible lector que de casualidad dé con este blog. La segunda puede pesar favorablemente en mi salud o hacerme pesado el sueño.
Pero el simple hecho de tomar decisiones, desde las más simples hasta las difíciles, significa un mundo de problemas para mucha gente, así les vaya la vida en ello. Muchos tienen por costumbre reunirse y participar sus problemas a la colectividad de amigos, socios o colegas, quizá con la esperanza de que se retribuya la confianza con una solución salvadora.
El hombre del siglo XXI, más que el de ninguna otra época, se ha caracterizado por ese afán de reunirse para arreglar el mundo. Son miles de millones de horas/hombre las que cada año se gastan las personas en este propósito.
Se congregan los políticos, los científicos, los empresarios, los religiosos, los académicos, los profesionistas, los escritores, los defensores de causas, los criminales; es decir, todo el mundo se reune con los de su grupo o con los de otros para intercambiar sueños o preocupaciones para arreglar sus cosas, cualesquiera que estas fueren. Es imposible imaginar una sociedad moderna -de izquierdas, de medias o de derechas- sin la existencia de reuniones.
Se congregan físicamente, en un café, en un auditorio o en una sala de convenciones, u organizan cenáculos virtuales, a distancia, enlazandose mediante conferencias telefónicas o videoconferencias por internet.
El género humano se reune para confabular o para orar, para comer o para ver el cine, para escuchar la clase o para votar. Son pocas las cosas que le quedan al individuo para hacerlas a solas, como ir al baño a desfogar sus necesidades -si está en su casa, pues esto no se aplica a sitios públicos-, o escribir. Bueno, eso de escribir a solas en la academia ya casi no ocurre, los artículos científicos son endosados por media docena cuando menos, y a veces con más de medio centenar, como algunos japoneses lo han hecho.
Sin embargo, a solas no significa aislados. A donde quiera que uno vaya lo seguirá la huella sonora del hombre: ruidos de toda clase, música, conversaciones, motores en marcha, aviones cruzando por el espacio. No existen ya lugares en el mundo del que una persona pueda afirmar que llegó antes que cualquier eco del hombre o lo evadió.
Si uno navega por internet aparentemente estará a solas, pero no es así. Mientras uno lee la página de tal o cual revista o periódico, alguien más revisa la misma página en alguna otra parte del planeta o en la oficina de junto; es como si tuvieramos a alguien a nuestras espaldas mirando sobre nuestros hombros.
Nunca había estado el hombre tan interconectado como ahora y, al propio tiempo, tan incomunicado. A pesar de que organiza asambleas y habla con los de su misma especie, no se entiende. Año tras año repite los mismos discursos sobre el incontrolable aumento de la población mundial, sobre la erradicación de la pobreza, sobre el descarado y criminal abuso de los recursos naturales y la creciente contaminación, sobre el incesante incremento de la violencia y la drogadicción, sobre los quebrantados derechos humanos en toda la geografía planetaria, y de lo único que no nos damos cuenta es de que ya nos acostumbramos a toda la parafernalia de mentiras que levantamos como excusa por no alcanzar avances positivos. Nuestros males se hacen objeto de reunión pero nunca de solución.
Por el contrario, cada vez anudamos más las cosas, las cocas del hilo se enredan en lugar de desenredarse. Por la mañana asistimos a una reunión de padres de familia, donde nos entretenemos media mañana discutiendo el color del uniforme deportivo de los niños y terminamos por no decidirlo o por formar el grupo de los azules y el de los amarillos. De allí nos pasamos a otra reunión, ahora de ecología, para abordar el asunto de la empresa que contamina el barrio o de los incontables baches que tiene la ciudad para que, al final, sin concretar nada, optemos por publicar una denuncia en el periódico de la comunidad o, mejor aún, yendo a un convivio entre colegas para desestresarnos de tantas y tan agotadoras asambleas.
De reuniones mundiales se llenaron las páginas de los diarios las pasadas semanas. Las propiciadas por la renuncia del Papa Benedicto XVI, que hizo desfilar a cientos de miles por San Pietro, y a especuladores en los cafés. El deceso del presidente Hugo Chávez de Venezuela, que congregó a buena parte de su pueblo y a importantes representantes de países solidarios. El conclave que anunció al nuevo Papa, llamado Francisco I, y su proclamación este día. Hay foros mundiales de universitarios, jornadas mundiales de la juventud, cumbres de comunicación política, foros económicos, etc.
Si a las células de nuestro cuerpo se les diera unos minutos para que prevaleciera la “inteligencia” y la igualdad citológica entre ellas y les fuera dado reunirse, lo harían ¿Pero que pasaría? Las células de las amígdalas se sentirían tan importantes como las del corazón y las del intestino grueso tan sabias como las del cerebro y queriendo escribir el próximo bestseller. Terminarían por imponerse las musculares, como los dictadores de los países bananeros del siglo XX, y, la verdad, todas juntas, en bola, no serían capaces ni de organizar una ida al WC, aunque la vejiga urinaria se estuviera reventando.
Tal cual es la historia de la inoperancia de la moderna sociedad de conjuntos institucionales humanos, y de seres individuales tan indecisos como uno mismo. Millones de gentes se reunen y se vuelven a ver las caras a mañana, tarde y noche, y aunque tengan toda la información para tomar una decisión son incapaces de hacerlo.
Así como el hombre contemporáneo se ha acostumbrado a la violencia entre sí y a agredir constantemente al ambiente en que vivimos, así nos hemos acostumbrado a reunirnos para discutir y no confluir en una decisión que produzca resultados trascendentes que den fin a problemas importantes… o cotidianos.
El hombre es por naturaleza gregario, pero en la comunidad internacional individualista, consumista y globalizadora es imperdonable arrojar la idea de que el hombre debiera, para sobrevivirse a sí mismo y salvar su entorno, comportarse como la sociedad de Un mundo feliz de Huxley. Plantear esto -que para nada es una idea nueva- sería como dudar del libre albedrío y del derecho del individuo a gozar de la vida y la autonomía, y lo que por derecho le depare su propia indecisión.
Cuando ingresé a la Universidad en los 70’s, lo primero que adquirí con la pensión que me daba mi padre fue una pequeña pieza de madera con una inscripción que decía: “No decidir es decidir”, y que colgué en la pared, sobre el escritorio. Algunos le llaman a la incapacidad de decidir falta de voluntad, despiste, vale madrismo, pero llámesele como se le llame, esta indecisión, es pandémica. En el ambiente académico, la indecisión es la que más afecta al potencial autor, pues para decidirse a escribir sus trabajos profesionales tarda años, y para llevarlos a cabo otros tantos más. Si termina por no decidir, estará decidiendo no decidir y, por lo tanto, no hará nada, que sin advertirlo será una decisión tomada.
Victoriano Garza Almanza