Publica o perece: una breve frase con un fuerte significado
“Publica o perece” es una sentencia con profundo significado en el ámbito académico de las universidades. Tanto porque es una máxima sentenciosa como porque es una verdadera sentencia condenatoria.
Y tal como afirma la frase, en la universidad hay que publicar para no perecer… o desaparecer.
Quizá para la gente alejada de la vida universitaria les es desconocido que los profesores universitarios, al menos los que realizan actividades de investigación y se constituyen en científicos o humanistas o tecnólogos, tienen la obligación de dar a conocer los resultados de sus estudios, y la forma de hacerlo es escribiendo y publicando sus descubrimientos. De hecho, los resultados de las investigaciones que están escritos y publicados, son el andamiaje que sostiene al conocimiento científico, y lo escrito tiene que ser divulgado en medios especializados como las revistas científicas.
A la difusión de los resultados se le denomina comunicación científica, y esta no se hace hablando de los hallazgos en seminarios o conferencias de expertos, ni comunicándolos en el aula a los estudiantes, ni compartiéndolos con amigos en un café, no, todo esto se hace después; primero hay que escribirlos y publicarlos.
Los productos finales de una investigación que se guardan en secreto, que se archivan, no sirven de nada, ni a la ciencia ni al investigador ni a la institución que lo alberga.
¿Por qué razón? ¿A qué clase de ocurrencia o creencia obedece esta conducta de tener que escribir el fruto de un estudio y luego publicarlo?
En el pasado ––desde hace tres o cuatro siglos a la fecha–– fue costumbre que los pensadores escribieran y publicaran extensos tratados consecuencia de sus estudios, y que los compartieran con otros colegas a través de comunicados epistolares.
Las cartas recibidas solían ser leídas en clubes y cafés ante un público interesado, no necesariamente conocedor.
A alguien se le ocurrió reproducir las largas cartas que los sabios recibían y venderlas como periódicos a quienes no podían entrar a escuchar su lectura, o a quienes quisieran contar con el documento para uso personal. También se pegaban como pósteres en lugares públicos para que los viandantes pudieran leerlos.
Dado el creciente aumento en el número de escritos, los periódicos incrementaron la cantidad de textos en sus páginas. Así, en el siglo XVII nacieron las primeras revistas científicas: el Journal des Savants de Francia, y el Philosophical Transactions of the Royal Society de Inglaterra. Este fue el comienzo de la globalización del conocimiento científico y de la construcción de la ciencia moderna.
Las primeras revistas fueron sencillos folletines, pero luego adquirieron el tamaño de gruesos volúmenes que contenían en cada nuevo número amplias monografías sobre diversos temas. Las revistas comenzaron a aparecer en otros países, y poco a poco se volvió una costumbre entre los sabios publicar sus escritos y leer los de sus colegas. De esta manera se enteraban cómo evolucionaban las ciencias.
En el siglo XIX las revistas científicas se multiplicaron y, de ser multidisciplinarias, comenzaron a aparecer las revistas especializadas en uno u otro campo del conocimiento, a saber: medicina, agronomía, física, paleontología, química, entre otras.
Asimismo, fue en ese siglo cuando los textos escritos por los investigadores adoptaron el formato de un reporte que comienza explicando qué se estudió (introducción), cómo se estudió (metodología), qué se encontró (resultados), y qué significa lo encontrado (discusión), el cual es el formato que con diversas variaciones siguen en la actualidad las revistas científicas. Esta estructura de redacción fue desarrollada por el francés Louis Pasteur.
En esa época, y todavía hasta bien entrado el primer tercio del siglo XX, la autoría individual de los textos científicos eran la norma. Esto cambió en los cuarentas y cincuentas, los artículos escritos por dos o más autores redoblaron su presencia hasta convertirse en el patrón. Sin embargo, esto llegó a los extremos, ya que en los años setentas y ochentas se publicaron artículos con más de 50 o 60 o 70 autores. Era mayor el número de palabras en los nombres de los autores que en el resumen del artículo.
Fue durante los años dieces o los veintes del siglo XX cuando, se supone, que en las universidades americanas surgió la frase “publica o perece”. Ya para entonces se había hecho una costumbre entre los profesores investigadores la publicación de los resultados de sus investigaciones. Muchos profesores, incluso, se convirtieron en editores científicos al crear sus propias revistas especializadas.
Esta frase pudo haber surgido, especulo, habida cuenta la simulación por el hacer trabajo de investigación que es tan común en incontables universidades del mundo y que ya entonces pudo haber existido. Y ante el falso proceder de unos, alguien pudo haber dicho que los que no publican no existen (académicamente) aunque digan que hacen investigación. De tal forma, para hacerse ver, el autor de la consigna dijo simplemente: “publica o perece”.
El que publica da fe, en los hechos, de su existencia; el que no publica perece… académicamente.
En su autobiografía, Paul de Kruif, autor de Cazadores de Microbios (1926), hace alusión a esta idea sin mencionar la frase tal cual. Lo cierto es que nadie sabe quien acuñó esta máxima ni conoce el exacto momento en que surgió. Simplemente brotó a la luz como tantos otros dichos comunes de la vida diaria, y se quedó como una oración que día a día tienen que repetir como un mantra miles de científicos en todo el mundo.
Paradójicamente, la persona que sentenció “publica o perece” pereció en el olvido, aunque su frase se ha repetido miles de millones de veces en los idiomas más hablados del planeta. Victoriano Garza Almanza