La Tesis en la Universidad

Ya van para treinta años de que escribí y defendí mi tesis profesional. En la primera mitad de la década de los ochenta estaba viviendo en la ciudad de Tapachula, Chiapas, a casi 2,000 km de Monterrey, donde estudié. Como entonces trabajaba en un centro de investigación, rodeado por científicos internacionales que de continuo iban y venían a sus países, y que constantemente estaban generando resultados de sus proyectos y trayendo nuevas ideas, y que de continuo tenían que elaborar reportes técnicos, conferencias, artículos científicos, libros colectivos, y que, además, aún tenían tiempo de llevar consigo y revisar las disertaciones doctorales de sus estudiantes, supuso esto para mí una influencia tan grande que me vino de lo más natural cumplir con la tesis, requisito que marcaba mi escuela, la Facultad de Ciencias Biológicas de la Universidad Autónoma de Nuevo León, para que obtuviera mi título.

Pero la experiencia de realizar la investigación y escribir la tesis, que en lo personal fue más cuestión de trámite que problema, para miles de jóvenes mexicanos fue, por decenas de años, un factor insuperable para la obtención del título universitario. Y es que las universidades públicas de México, como norma y por largo tiempo, hasta hace unos pocos años, exigieron a los estudiantes que culminaron sus estudios profesionales la realización de una investigación en su disciplina y la presentación escrita de sus resultados ante un jurado evaluador. En el lenguaje universitario se le denomina a todo este proceso, simple y llanamente, hacer la tesis.

Quienes introdujeron el requisito de la tesis en el sistema de universidades públicas del país, sin duda lo hicieron con la mejor de las intenciones y no para crearles dificultades a los estudiantes. Han de haber pensado que si después de haber sometido a los alumnos a una fuerte carga académica de teoría y prácticas de laboratorio y campo, y si sus maestros les guiaban en la realización de una investigación, que como remate tendría que ser presentada verbalmente en un foro especializado para la obtención del título, se producirían profesionistas altamente capacitados para el manejo de problemas en biología, ingeniería, agronomía, arquitectura, economía, filosofía o cualquier otro campo del conocimiento necesario para el desarrollo de la nación.

Pero la realidad no sucedió tal cual esperaban. La tesis se convirtió en una infranqueable barrera que, por lo menos durante más de 50 años, imposibilitó la titulación de un incalculable número de egresados. De tal manera, México comenzó a llenarse de profesionales sin título, mejor conocidos como: “pasantes”. Eran universitarios sin certificación.

La pasantía no era un obstáculo para conseguir empleo. Yo mismo y muchos de mis compañeros comenzamos a trabajar como profesionales en instituciones públicas y privadas, sin mayor problema, cuando aún éramos pasantes recién egresados de la universidad. No nos exigieron el título, ni la cédula para el ejercicio profesional, pero sí, por increíble que parezca, la cartilla de servicio militar, ni tampoco nos dieron plazo alguno para titularnos. Simplemente terminamos el aprendizaje de nuestras carreras y ya éramos profesionales. Estando las cosas así de simples, ¿para qué mortificarse entonces por la obtención del título? En contraste, las universidades privadas entregaban el título, y así lo siguen haciendo en la actualidad, nomás terminando el último curso de la carrera, sin el engorroso proceso de la tesis.

Puedo asegurar que, aunque ya hubo una especie de dispensa para los pasantes, cuando demostraron con hechos a sus escuelas y facultades que siempre trabajaron en sus profesiones, pruebas por las cuales les extendieron sus títulos, todavía existen ex-compañeros universitarios que conservan su calidad de pasantía. Algunos de ellos trabajan para instituciones del gobierno federal o estatal, en algunas escuelas de nivel medio profesional o en empresas privadas, o como consultores de sus propias agencias. Su experiencia es vasta, pero lamentablemente, en su tiempo, no hubo forma de hacer que cumplieran con el requisito de la tesis para que les extendieran su título universitario.

Para quienes tuvieron la mejor intención de graduarse y no lo consiguieron, la cosa de la tesis se les convirtió en un tabú, en un verdadero trauma colectivo y generacional que sigue afectando a miles de antiguos egresados.

A mi me queda claro que el problema no eran los estudiantes, sino el sistema de titulación con tesis que fue insertado bajo carácter de obligatorio en las universidades públicas; es decir, que fue puesto en marcha sin que antes se hubiera preparado el terreno, o sea, se elaboraran materiales y se orientara a los maestros universitarios para que supieran cómo hacer frente a esta situación. Había algunos cuantos catedráticos que entendieron la intención de la iniciativa y supieron de qué forma responder a ella; unos más aprendieron a base de tropiezos y caídas; pero otros, la inmensa mayoría, no tuvo la menor idea de su significado ni de su importancia.

Así las cosas, ya no los estudiantes, sino que ni los propios maestros estaban capacitados para plantear un proyecto y hacer una investigación, por pequeña que esta fuera, ni mucho menos para registrar por escrito y publicar los resultados obtenidos, que es lo que por regla se debe de hacer. Luego, cuando tenían que dirigir las investigaciones de los estudiantes que se supone iban a asesorar, se les dificultaba encontrar lo liso en lo arrugado. Ellos no estaban preparados para esta tarea. Pero además, cosa que tampoco se tomó entonces en cuenta, es que si el interés de la mayoría de los profesores universitarios era exclusivamente la enseñanza superior –pues no a todos les interesa la investigación–, poca motivación tendrían para emprender estudios y estar en permanente búsqueda de información para actualizarse como investigadores.

En tal razón, el biólogo Efraím Hernández X., presidente de la Sociedad Mexicana de Historia Natural, afirmaba a principios de los 1960´s: “no tenemos profesionales preparados para surtir de maestros nuestras escuelas máximas de enseñanza (universidades), ni para ocupar los puestos disponibles en las instituciones de investigación.” Por esto, en las escuelas y facultades universitarias se vieron obligados a dar nombramientos de catedráticos a gente carente de instrucción formal: “ante esta situación, agregó Hernández X, hemos improvisado –tenemos personas que dicen ser botánicos por el hecho de trabajar con plantas–…”

Este fenómeno de incumplimiento con el requisito de titulación se generalizó en todas y cada una de las carreras de las universidades autónomas del país que exigían la tesis, y, a medida que se abrieron nuevas instituciones públicas, el problema se repitió y agudizó. El dato exacto sobre la cantidad de egresados universitarios que no se titularon en la segunda mitad del siglo XX en México se desconoce, pero se estima que está entre el 70 y 80% de los que terminaron sus planes de estudios.

El valor de la tesis es indiscutible. Su desarrollo permite al estudiante vislumbrar los principios de la investigación y hacer de él/ella un profesional con perspectiva sobre la generación del conocimiento. Sin embargo, como en más de medio siglo de aplicación obligatoria este sistema no enraizó en la cultura universitaria del país, en la actualidad ha quedado al margen de los nuevos planes de estudio. Cada vez serán menos los jóvenes que desde temprana edad, motivados por sus trabajos de tesis, se interesen por la investigación científica y deseen continuar sus estudios hasta el doctorado, pues ahora se titulan directamente por alto promedio o por tomar algún curso de posgrado o por realizar un trabajo en grupo, y mayor será el problema de la comunidad científica mexicana que en más de la mitad está constituida por personas mayores de 55 años. Y como lastre que se arrastra desde abajo, el problema que plantea el desarrollo de la tesis se sigue repitiendo con la misma intensidad en los niveles de maestría y doctorado.

Victoriano Garza Almanza

vicgarzal@gmail.com