Escribir o no escribir en la academia: Zanahoria o Garrote

No me importa que seas lento para pensar. Me preocupa que publiques más rápido de lo que puedas recapacitar.

Wolfgang Ernst Pauli

Cofundador de la mecánica cuántica

¿Por qué investigan, escriben y publican los académicos y los científicos? ¿Por hacer avanzar el conocimiento? ¿Por solucionar los graves problemas de la humanidad? ¿Por curiosidad? ¿Por gusto? ¿Por moda? ¿Por interés pecuniario? ¿Por prestigio? Por todo esto y más.

La tarea más fastidiosa que pueda tener un académico o un científico es la de escribir. Lo aseguro porque he advertido esto por años en múltiples universidades. He visto cómo muchos de ellos hacen esfuerzos por componer sus artículos y por darles forma y sentido, como batallan para resumir y meter en breve espacio la información generada en meses o años de trabajo, y luego como sufren por entender el mundo de las revistas especializadas e identificar aquellas donde pudieran publicar sus textos; finalmente, si son rechazados, cómo bregan contra el fantasma del bloqueo y manotean –como el que se ahoga y busca cualquier objeto para asirse– para salir a la superficie y recomenzar el ciclo.

Esta no es una lucha de temporada que se gana o se pierde y listo; más bien es como la “guerra de los cien años”, que hay que sostenerla con todos los recursos y a toda costa mientras se es académico hasta que la hora del retiro llegue. Algunos aprenden el truco y subsisten, ya sea escribiendo por sí mismos, asociados con colaboradores, delegando su responsabilidad a subalternos, o encomendando el trabajo estudiantes de posgrado, en tanto que otros claudican y fenecen.

Luego, ¿por qué escriben? ¿No sería sensato dejar de hacerlo si eso es desgastante y, en ocasiones, hasta frustrante? El asunto es que el profesor universitario de hoy en día ya no sólo debe dedicarse a su práctica docente, como otros lo hicieron en el pasado, sino que también –y sobre todo– debe realizar investigación y divulgar sus hallazgos. Es imperativo hacerlo porque la institución también se beneficia con los logros de su profesorado, pues adquiere mayor notoriedad, incrementa su calidad, y se hace más confiable para la obtención y ejercicio de fondos para la investigación.

Cada vez más los profesores universitarios son exhortados por las instituciones de educación superior y entidades públicas del sector a investigar, a escribir sobre su trabajo, y a publicar en medios especializados. Bueno, esto ocurre desde hace más de un siglo en los países avanzados, en los nuestros es apenas una novedad de fines de siglo XX.

Pero las cosas se están llevando al extremo, pues el compromiso de escribir y publicar en la academia ahora se está imponiendo como una carga forzosa a los estudiantes. Por ejemplo, en Indonesia se ha elevado a política de estado la obligación de que los estudiantes universitarios escriban y publiquen los resultados de sus investigaciones de tesis como requisito previo a la titulación. Los estudiantes de nivel licenciatura deben publicar artículos en revistas nacionales, y los de nivel maestría y doctorado en revistas internacionales. En México, esta conducta ya se está convirtiendo en una práctica generalizada.

Escribir y publicar es una regla. La sentencia “publica o perece”, que de tanto repetirse en la comunidad científica internacional se convirtió en un “principio”, es la medida que se usa para evaluar el desempeño y la reputación de un profesor universitario en su disciplina.

“Publica o perece” es garrote y zanahoria a la vez. Las instituciones de investigación (como las academias o consejos de ciencia), el sector público (como los ministerios de educación), y las entidades de educación superior (como las universidades, tecnológicos y centros de investigación y enseñanza), dan porrazo al que no escriba y publique (no le permiten participar u obtener ciertos beneficios o se le imponen cargas extracurriculares extras), y zanahoria a quien si lo haga.

Para la mayoría de las personas hacer investigación es fascinante, románticamente ven este quehacer como una aventura intelectual al estilo de Indiana Jones, por lo que ahora es todo un culto dedicarse a la elucidación de lo que más le fascina a uno –aunque mucho del conocimiento que se genera no tiene ningún impacto tecnológico ni comercial, sino que es meramente curioso e informativo–; pero sacar a la luz pública ese saber –¡escribir y publicar!–, es lo verdaderamente calamitoso. Entre el investigar y publicar está el cable de la escrituralidad que como equilibrista hay que caminar sobre el vacío, sin red protectora y sin arnés. Es sufrido, si, pero a quien no desista se le recompensa con reconocimientos, con suplementos económicos o en especie, y con ascensos. 

También vemos que si no fuera por esas compensaciones que estimulan la escritura y publicación de trabajos académicos y científicos, no habría tantos investigadores como hay ahora. La zanahoria, atrae. El garrotazo significa ser excluido, en todo su sentido. Lo uno o lo otro. 

Finalmente, hay que considerar que con millones de artículos científicos que se publican cada año, es cada vez más difícil que alguien encuentre en esas mini galaxias informativas el trabajo que tan arduamente elaboró uno y, sobre todo –si el contenido no es preponderante o es muy local o regional o insustancial, lo cual ocurre a menudo–, que ese alguien que lo encontró se interese por leerlo. 

Este asunto normalmente no lo entiende ni le preocupa al investigador promedio, pues lo único en que está puesta su mente es en que su artículo aparezca en la revista, pues esto contará para conseguir medianos estímulos. Pero, en contraste, los investigadores de mayor talla y experiencia consideran fundamental publicar en las revistas de mayor importancia en sus disciplinas, que otros lean sus artículos y, en particular, que los citen en los trabajos que escribirán, pues al final el ser reconocidos por los colegas de otras instituciones o países les redituará en reconocimientos mayores.

La sobreproducción de publicaciones, como aseveró Connolly, es lo que arruina a los investigadores y difunde toneladas de productos fútiles, pues el dinero, junto con el ansia de fama y poder, es lo que la causa.