La escritura del artículo científico como estilo de vida del investigador académico
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La comunidad de escritores académicos y aspirantes a convertirse en tales, puede ser arbitrariamente dividida, por su producción literaria, en siete grandes grupos: los prolíficos, los productivos, los provechosos, los que subsisten, los indigentes, los yermos, y los estériles.
Cada uno de estos grupos tiene una idea diferente acerca de la escritura académica y sus fines. Pero, en general, todos consideran que la elaboración y la publicación del artículo científico es la base de la escritura científica y académica, pues es el medio convencional e internacionalmente utilizado por los sabios para comunicar sus hallazgos. En consecuencia, por default, la gran mayoría de ellos desdeñan la redacción de cualquier otro texto que no apunte a esas alturas, y esta actitud marcará su forma de vivir en tanto se desempeñen como profesores investigadores.
Esta postura, la de escribir y publicar solamente papers para informar a sus colegas de sus avances investigativos, sostenida por un amplio sector de la sociedad científica, castiga la vulgarización del conocimiento en pro de su difusión a la sociedad lega, pues considera que los productos de popularización de la ciencia, que son informativos y formativos, carecen de valor ante los sistemas de evaluación de los científicos.
Y la razón es simple, el artículo científico o paper, como por su nombre en inglés le denominan los científicos en los países hispanoparlantes, es la unidad de medida del oficio del investigador universitario.
Bueno, pero esta es una parte de la historia, la otra parte, para ser sinceros, es que no todos los investigadores tienen las mismas habilidades para escribir. De hecho, porque para muchos de ellos significa un enorme sufrimiento el tener que escribir y publicar los resultados de sus investigaciones, concentran su esfuerzo en producir la mínima cantidad necesaria de textos con el exclusivo afán de mantener a salvo su honor y su estatus en las universidades.
Aún más, es común entendido que en muchos núcleos de investigación son sólo unos pocos los investigadores titulares o los asociados o los asistentes o los estudiantes de posgrado que escriben, y si muchos más los que aparecen como coautores. Y todavía más, existen incontables casos de personas que, después de concluir los estudios y la investigación doctoral, no pudieron escribir sus disertaciones, motivo por el cual se vieron en la necesidad de contratar los servicios de terceros para que les resolvieran el problema.
Debido a las circunstancias arriba señaladas, y por la oportuna productividad de algunos investigadores, y digo “oportuna” porque sus índices de producción aumentan milagrosamente cuando se acercan los tiempos de evaluación del profesorado, dentro de la comunidad académica se presenta una extensa variedad de autores. Las clases mayores de estos grupos podríamos clasificarlas de la siguiente forma.
Los prolíficos. Que son aquellos que tienen la virtud de crear una ingente cantidad de obras.
Los productivos. Quienes generan una importante cuota de trabajos académicos.
Los provechosos. Los que elaboran la suficiente cantidad de trabajos para sus fines personales.
Los que subsisten. Aquellos que para mantener el nivel de confort individual y personal producen lo mínimo necesario.
Los indigentes. Los que por su falta de experiencia carecen de habilidad para componer sus posibles primeras publicaciones.
Los yermos. Los que casi no tienen por dónde empezar pero que con trabajo pueden pasar a la siguiente categoría inmediata superior.
Los estériles. Los que de plano no dan fruto.
Siendo difícil catalogar las diversas clases de autores académicos a partir del número de textos escritos y publicados por ellos ––porque de hecho no existe un censo público al respecto en México––, quizá se podría hacer una aproximación al tema analizando los registros del Sistema Nacional de Investigadores SNI o del Programa de Mejoramiento del Profesorado PROMEP.
Es decir, a partir de textos consignados en ese tipo de fuentes, que van desde los artículos científicos o de revisión o de metanalisis, pasando por las bibliografías anotadas, los capítulos de libro, los ensayos, las compilaciones, y otros muchos tipos de documentos académicos y científicos, hasta llegar a los tratados y a los verbatim, que a veces se convierten en entrevistas o manuales, tomamos prestado el procedimiento de K.C. Smith, utilizado para distinguir las actitudes que diferencian a los millonarios americanos de la clase media, media baja, baja y pobre, en función del acumulamiento de capital. En tal razón, aquí me referiré a la acumulación no de dinero ni de textos, sino de palabras publicadas al año por los autores académicos, y a las clases que conforman con su productividad. Así, tenemos que:
Los prolíficos. Son aquellos que escriben y publican más de 500 mil palabras al año.
Los productivos. Quienes escriben y publican entre 100 mil y 500 mil palabras al año.
Los provechosos. Que escriben y publican entre 25 mil y 100 mil palabras al año.
Los que subsisten. Quienes la navegan escribiendo y publicando entre 2 mil y 25 mil palabras al año.
Los indigentes. Los que a duras penas escriben y a veces publican hasta 2 mil palabras al año.
Los yermos. Quienes no escriben ni publican, pero hacen la lucha por salir de la arena movediza.
Los estériles. Bloqueados totales.
La actitud de los prolíficos y los productivos es la de llevar a cabo un trabajo bien planeado y a largo plazo; pero, claro, asociado a proyectos igualmente de largo plazo. Esa es la clave de la alta producción. Los provechosos tienden a visualizar su trabajo en el mediano plazo. Los de la clase de subsistencia únicamente piensan en comprometer para sí el confort que año a año se presenta en el sistema académico. La clase de los indigentes, es de cambio hasta el siguiente nivel. Y la de los yermos y los estériles, de desesperación para los primeros y desaliento para los segundos.
En los tres últimos niveles sucede que a veces contratan los servicios de un ghostwriter para que los saque de apuro.
Sin exagerar, cabe decir que el académico que se enfoca exclusivamente a escribir papers, y que por norma llega a alcanzar los máximos niveles de reconocimiento en la sociedad científica, tiene su lugar en la clase de los que subsisten. Sólo cuando por algún extraño de la vida les surge el prurito de escribir una obra larga como un libro de autoría individual, brincan a la clase de los provechosos.
Y, si bien, la cantidad de obras que un autor académico publica al año no necesariamente refleja la calidad de su quehacer ––pues a menudo sucede que mientras que un solo artículo científico de 753 palabras hace la diferencia en el trabajo y la vida del investigador, por otro lado un montón de artículos, que juntos contienen 32,822 palabras o más, no merece cita alguna––, si puede, en caso de que haya hecho divulgación científica, representar una mayor interacción con la comunidad profana que aquellos que no lo hicieron.
Lo aquí presentado es un mero divertimento. Sin embargo, si ponemos en práctica este ejercicio podremos, entre otras cosas, medir qué tanto ahínco pone en la comunicación escrita el académico, tener una idea del tiempo que en verdad le dedica a esta tarea, y qué tan preparado está para hacerla.
El científico debe tener siempre en cuanta que la satisfacción intelectual que le acarrea el trabajo de investigación, se paga con el sufrimiento que conlleva la escritura obligada de los hallazgos… y después con el silencio y carencia de citas por parte de los colegas.
Victoriano Garza Almanza