Sobre una estancia para la escritura de propuestas de investigación
En marzo de 1983, hace exactamente 30 años, siendo un biólogo investigador veinteañero, participé en un entrenamiento internacional para la elaboración de proyectos de investigación. Se trataba de una iniciativa de la Organización Panamericana de la Salud (OPS/OMS) en convenio con el Center for Public Health Research de la University of South Carolina, y de otras agencias como los Centers for Disease Control (CDC), National Academy of Sciences (NAS), National Science Foundation (NSF), Agency for International Development (AID), Tropical Development Research (TDR-WHO), y Clemson University, para capacitar a jóvenes investigadores en la elaboración de propuestas de investigación así como para la búsqueda de fuentes de financiamiento nacionales o internacionales.
Tres requisitos eran obligatorios para participar: (a) ser seleccionado por las máximas autoridades de salud de su país (en ese entonces me encontraba trabajando en el Centro de Investigación de Paludismo, en Tapachula, Chiapas, y el Vocal Ejecutivo de la Comisión Nacional de Erradicación del Paludismo (CNEP) me distinguió para esta tarea), (b) hablar inglés, y (c) presentarse en el lugar con tres posibles temas de investigación, basados en situaciones reales existentes en nuestros sitios o regiones de trabajo.
Llegué al aeropuerto de Charleston al principio de la primavera, el domingo 20 de marzo, día frío y lluvioso. Luego arribó otro colega procedente de Centroamérica, y juntos esperamos a que pasaran por los dos. Tomamos el freeway rumbo a McClellanville y llegamos a un lugar que parecía sacado de la película Lo que el viento se llevó. Se trataba de una vieja plantación del siglo XIX, llamada The Wedge, cuya casa estaba remodelada y era tan acogedora como un hotel de cinco estrellas; además, era atendida por una servidumbre de color. Al frente, la casona tenía un umbrío bosquecillo con un pequeño lago en medio, y, por detrás, a unos cuantos metros, la costa del Atlántico.
Hasta donde recuerdo, el lugar había pertenecido a un explorador americano y colaborador de la revista National Geographic, cuyas fotos y útiles de trabajo de campo se exponían como si nada en el laboratorio y mini-auditorio, anexo al edificio principal, donde nos ofrecieron la capacitación. El edificio estaba preparado para aislar de la ciudad de Charleston a entrenadores y estudiantes, y ofrecía todas las comodidades y ventajas necesarias para lograr el objetivo del ejercicio.
Este entrenamiento era parte de un novedoso y ambicioso proyecto para adiestrar a los jóvenes investigadores de países en vías de desarrollo. Estaba orientado a enseñarles a utilizar y manejar de forma eficiente la información especializada; a plantear apropiadamente un proyecto de investigación; y a ser financieramente autosuficientes, a través del examen de prioridades y análisis de sistemas problemáticos auténticos, existentes y a veces no percibidos en los programas públicos, tanto operativos como científicos, para buscar e identificar fuentes para la captación de recursos económicos.
Era para poner al investigador en posición de obtener fondos extrapresupuestarios para el desarrollo de estudios indispensables, cuya temática no estaba en la agenda oficial o que representaban demasiado costo para realizarlos con los recursos limitados de la institución.
Por lo que sé, parece que nosotros fuimos el primero y último grupo de ese extraordinario experimento. Por lo demás, siendo para jóvenes el entrenamiento, yo era el único joven del grupo, todos los demás, centro y sudamericanos, rebasaban los cincuenta y sesenta años de edad.
En aquella época, incluso en los Estados Unidos, como lo señaló Bill G. Rainey en su artículo Proposal Writing – A neglected area of instruction (Journal of Business Communication, 11:4, 1974), la enseñanza formal de la escritura de propuestas de investigación era prácticamente inexistente en las universidades. Con mucha mayor razón en México, situación que no ha cambiado hasta la fecha. Todavía existe la falsa creencia de que escribir una propuesta es llenar un formato de CONACYT o de alguna fundación.
En el programa había un coordinador de entrenamiento, que con gran carisma y liderazgo guió nuestros trabajos, y que estuvo con nosotros todo el tiempo, de principio a fin. Era el Dr. Mauricio Sauerbrey, médico salvadoreño que colaboraba con el US-AID, y que ahora está en The Carter Center.
La primera fase del adiestramiento se enfocó a hacer un balance del material que cada uno de nosotros llevaba, para quedarnos con uno de los tres temas, y preparación de un borrador de propuesta, y fue así:
Para cada asunto, empezando por la evaluación de los problemas regionales y de las agendas de investigación de nuestros centros de trabajo; presentación, desconstrucción y análisis de los tres temas; utilización de criterios para la selección del tema de mayor importancia; estudio de fuentes de financiamiento que nos presentaron, y evaluación de estrategias de aproximación; estimación del potencial interés para la fuente financiadora elegida por uno; estructuración de la propuesta de acuerdo a la entidad financiera de nuestro interés; desarrollo de los materiales anexos, etc., tuvimos un instructor/evaluador, proveniente de una u otra institución de las arriba señaladas. Lo cierto es que había más entrenadores que estudiantes.
Cuando parecía que veíamos tierra al otro lado del mar en nuestros proyectos, en apariencia ya terminados, nos trasladamos en grupo a Clemson University, en cuyo hotel, el James F. Martin Inn, nos hospedamos. Esta segunda fase del entrenamiento fue para trabajar en la principal biblioteca de la universidad, la Cooper Library, con la literatura científica y académica más actualizada del momento. Ahí permanecimos algunos días, buceando entre toneladas de información, encontrando y fotocopiando material referente a nuestros proyectos particulares.
De regreso a The Wedge iniciamos la tercera y última fase: el estudio del nuevo material para desconstruir y reconstruir las propuestas individuales. Cada uno de esos anteproyectos fue evaluado por los expertos de las fundaciones, recibiendo comentarios y pistas conducentes al logro de propuestas ganadoras.
Puedo afirmar con seguridad que esta capacitación, que tomó cuando mucho un mes de riguroso trabajo, y que estuvo saturado de entrega y calidad profesional por parte de los instructores, es una de las mejores y más útiles que haya recibido jamás. Fue el punto de partida para el desarrollo de cientos de proyectos personales, de investigación, académicos, de servicios, literarios, y hasta de negocios, sin la cual difícilmente hubiera realizado.
En las universidades mexicanas, si no es que en las del resto de América Latina, no se enseña formalmente a escribir propuestas de investigación. Esta, que es una de las llamadas habilidades no técnicas que el investigador aprende con dificultad a lo largo de su carrera, no es otra cosa que la construcción conceptual del proceso de investigación, y sirve, por decirlo ligeramente, para obtener dineros para el estudio y para guiarnos al llevarlo a cabo.
A menudo pensamos que el artículo científico o el ensayo académico son lo más valioso en la vida del investigador, y tal vez lo sea, pues es lo que se ve; pero para llegar a ello tenemos que comenzar por establecer los criterios del trabajo, y esto no se hace sino mediante propuestas de investigación, propuestas que permiten obtener recursos económicos para hacerlos realidad.
Victoriano Garza Almanza