Educación Pública: Entre científicos y escritores
La polémica que suscitó la selección de libros para las bibliotecas-aula de las escuelas de educación básica entre los escritores de México, los cuales se quejaron de que los libros no fueron escogidos –por la Secretaría de Educación Pública– con criterios literarios ni nacionalistas, y que eso desmejorará la educación de los estudiantes, permitió ver lo poco participativa que es la comunidad científica mexicana en los asuntos humanísticos de la nación, pues mientras que los escritores reclamaban su supuesto derecho a elegir las obras, los científicos, a juzgar por su silencio, consideraron eso como asunto ajeno. Y es que en México, como en casi toda Latinoamérica, la mayoría de las personas que se dedican a la ciencia escriben y publican los resultados de sus investigaciones para que los lean sus colegas y no para que el público se entere de lo que hacen, lo cual se entiende por el alto grado de complejidad de muchos de sus trabajos; mientras que los escritores crean su obra pensando en el público.
El científico y el escritor se parecen en que ambos tienen sociedades gremiales donde se agrupan para discutir y decidir sobre aquellas cosas que les suceden, ya sea entre ellos mismos o frente a la sociedad, y que los benefician o los perjudican; y también, en que tienen sistemas de compensación que los premian económicamente —es decir, que se reconocen a sí mismos— por la cantidad y calidad de obra producida.
El científico y el escritor se distinguen por la forma de trabajar y la sustancia que emplean para su desempeño. El primero se plantea preguntas sobre la naturaleza de ciertas cosas del mundo que le interesan y, con determinados procedimientos exactos, trata de responderlas. La materia prima que utiliza para esto son los propios hechos. El segundo no necesita nada más sofisticado que su propia imaginación, y de equipo le basta con el lápiz y el papel. La materia que utiliza son sus sueños, ocurrencias, su interpretación personal de las cosas que le rodean y mucha creatividad. Sin embargo, al final de la jornada los dos difunden sus ideas, unas basadas en la composición y funcionamiento de las cosas, otras inventadas y posiblemente no existentes más allá de la mente del propio autor.
Entonces, si tanto unos como otros escriben sus ideas y las publican, ¿a que se debe que el gremio de los escritores se haya sentido tan agraviado por la SEP, y el de los científicos no? La respuesta es, a todas luces, a que los intereses de los escritores fueron afectados y los de los científicos no.
Es decir, la sociedad de escritores no solo fue ignorada por la SEP, como seguramente también pasó con la academia de ciencias, sino que la obra colectiva de sus agremiados fue dejada de lado favoreciendo la de los autores extranjeros –aquí es donde defienden eso de la “mexicanidad” o la pérdida de una identidad nacional por leer a españoles o franceses o sudamericanos-; y esto, a su decir, se hizo basado en criterios económicos.
A los científicos ni les fue ni les vino ese asunto porque, en su mayoría, salvo contadas excepciones, raramente preparan obras de divulgación científica; por lo común, su audiencia es de su propio nivel académico. Cuando escriben libros, lo cual es en extremo raro entre los científicos mexicanos, generalmente los destinan a estudiantes y maestros universitarios –libros de texto–, o a quienes ejercen la práctica profesional –obras de consulta–. De tal forma, la selección de libros no les afectó porque ellos se mueven en una órbita editorial diferente a la de los escritores de literatura.
Pero esto también nos muestra otro problema, que el esmero de los científicos mexicanos es hacia sí mismos, hacia dentro de su gremio, por lo que se desatienden del común de la gente que está fuera de su campo de conocimiento. Por su actitud, parece no interesarles si los niños de primaria y secundaria tendrán en sus bibliotecas-aula libros de ciencia, ni que tipo de libros habrá, ya que si se está contemplado tenerlos.
Esto es importante porque el interés y la vocación por la ciencia muchas veces nacen de la lectura o son fomentados por ella. Por esto, no es raro encontrar grandes obras de divulgación en países que realizan ciencia avanzada, ni científicos famosos que —a la vez que hacen investigación y publican sus resultados en las revistas especializadas— escriben obras para jóvenes, materiales cuyas lecturas pronto se convierten en textos obligatorios en la escuela, y que al poco se transforman en clásicos.
No es de extrañar entonces, que los novelistas, poetas y dramaturgos mexicanos se sientan como los únicos con derecho a opinar sobre el contenido de las bibliotecas-aula, pues los científicos difícilmente llenarían con obras propias de divulgación, que casi no han producido –como casi tampoco han escrito libros de texto–, los estantes de los libreros.
Es decir, en la educación básica del país, el científico mexicano ha dejado voluntariamente el nicho vacío: una, de forma material, que lo ocupan obras de autores extranjeros —que tampoco está mal, pues hay excelentes libros que al menos deben conocer los niños—, y otra, de forma moral, que tiene que ver con su responsabilidad ante la sociedad mexicana, que ha sido llenado por entero por la sociedad de escritores.
Por eso, no es de extrañar que los escritores se sientan los dueños del terreno, y los únicos capaces de exigirle con toda autoridad a la SEP que libros de literatura –100% del país– son los que mejor convienen para leer a los niños mexicanos. De paso, ganan terreno y reafirman su posición ante la sociedad mexicana.
Victoriano Garza Almanza
Año de publicación: 2002