El camino a Roma
Una metáfora sobre los vericuetos de la escritura y los inesperados finales. El proceso de la escritura como camino y la meta como Roma.
Todos los caminos conducen a Roma. Si nos damos a pensar, como la gente acostumbra hacerlo, que el acto de escribir es el destello genial de un escritor que comienza garrapateando una palabra y linealmente prosigue anotando frases hasta culminar con una obra maravillosa, podremos estar convencidos de que así es la andadura que tiene cualquier autor, experimentado o no, para ver sus ideas convertidas en textos.
En pocas palabras, lo mencionado se sintetizaría con la siguiente ecuación:
Eb = eg = OC
donde escritor brillante (Eb) igual a escritura genial (eg) que, por lo tanto, será igual a Obra Cumbre.
Es como si esa majestuosa obra creada fuera la Roma-meta a donde arriban los escritores, el sitio utopía a donde todos quieren llegar y al que todos los caminos o procesos de creación conducen; ese punto excelso del éxito al que todos los aprendices sueñan con alcanzar. Agarra el camino que quieras, al cabo que cualquiera te llevará a Roma. Entonces, en términos de la ecuación escritor brillante, que así se sentirá cualquiera que comience a escribir, igual a escritura genial igual a obra cumbre, no habrá pierde. El que tome un camino encontrará al final Roma. Siempre será igual.
La verdad es que al final de cada texto escrito no hay una sino muchas Romas-meta, enormes o diminutas, visibles e invisibles, y muchos más son los caminos para llegar a ellas. También es cierto que por brillante que sea un escritor, no todos los garabatos que escriba terminarán siendo un bestseller.
Asimismo, en la inocencia, a las personas les da por creer que al final del camino de todo escritor está esa Roma-meta, el pináculo de la gloria, y que los caminos a seguir para alcanzarla regularmente le fueron sencillos, llanos y de bajada, que cualquiera podrá recorrerlos, y sin mayores problemas llegar al final.
Pero como dije, hay muchas Romas-meta en este oficio y muchos más y multivariados los caminos. Algunas Romas muy esplendorosas e intelectuales, otras aldeanas y vernáculas. Sin embargo, el camino o proceso de la escritura para llegar allá, que es la estrategia que la persona emplea para lograr su propósito, no es tan simple. Quizá a unas personas se les facilite más que a otras el trabajo mental y el ejercicio de escribir las ideas, eso que conforma el camino personal del autor.
No hay un escritor que escriba igual que otro (estilo), ni tampoco un proceso escritural exclusivo (hábitos); cada quien escribe como se le pega la gana, y toma la ruta o el atajo que mejor le convenga. A veces, con la práctica y el tiempo, un escritor afina y mejora sus técnicas. Otros son siempre igual del escritorio a la tumba. Algunos cuantos se amedrentan con sus tempraneros éxitos y se paralizan para no volver a tomar la pluma. Así, con su muy personal saco de técnicas, el autor desconocido podrá o no llegar a su Roma-meta, quizá lo haga postmortem, tal vez mañana, a lo mejor nunca. Quizá jamás salga del estudio. Pero de lo que si no cabe duda es que, en el escribir, cada uno tiene su propia técnica para matar sus propias pulgas.
Un aprendiz emprende el camino a Roma. En mi incipiente adolescencia, a fines de los lejanos sesentas, un Amigo de mi padre decidió que era tiempo dedicar un poco de su vida a sí mismo. Le gustaba el dibujo y la pintura pero carecía de habilidades para practicarlos satisfactoriamente. Como en las cercanías no había escuelas de pintura para profanos, que le permitieran ingresar sin que por delante llevara algún título académico como se obliga hoy día, sólo las bohemias y elitistas academias en Guadalajara y la ciudad de México, que además le quedaban muy lejos del pueblo, optó por buscar algo diferente y un poco más próximo. Encontró lo que quería en Santa Cruz, California.
Como sus hijos ya eran mayores e independientes, se tomó un sabático y llevó consigo a su mujer a la aventura. Pasó varios meses fuera del pueblo. ¿O no serían uno o dos años? No recuerdo. Un buen día su tienda de ropa amaneció abierta al público. El Amigo había regresado a los negocios pero no a la vida de antes.
En contraparte, mi padre, que siempre quiso ser fotógrafo pero mi abuelo, médico militar veterano de la Revolución Mexicana y hombre de férrea voluntad y empecinadas ideas, que prácticamente lo obligó a estudiar medicina en su juventud, había hecho de la fotografía su hobby predilecto.
La naturaleza panorámica fue uno de los géneros que desarrolló intensamente. Esto lo conocía bien el Amigo, que en incontables ocasiones lo acompañó a la caza del venado, excursiones a las sierras y el desierto que para mi padre también eran correrías fotográficas.
Entonces, después de su viaje de aprendizaje a California, el Amigo le pidió prestadas a mi padre algunas diapositivas del sur del estado de Chihuahua. Habrán sido cuando menos unas 100 las que recibió en préstamo. Confesó a mi padre que las quería utilizar como modelo para comenzar su carrera de pintor profesional.
Meses más tarde, no sin antes sacar duplicado a las diapositivas, regresó el material a su dueño. También aprovechó el encuentro para mostrarle varios de los inmensos cuadros que pintó a partir de las fotografías. El Amigo ya era un pintor de la naturaleza.
Sobre los muebles de la sala desplegó ocho pinturas. Eran la viva imagen del ojo fotográfico de mi padre queriendo cobrar vida en los lienzos. Hermosas serranías en el ocaso, amaneceres lluviosos, lagunas nevadas, bosques de palma china, peligrosos y escarpados senderos de lechuguilla, tolvaneras formando legiones de remolinillos sobre el pelado desierto de Mapimí, todas las obras diferentes pero marcadas por la sensible coherencia del fotógrafo que percibió la belleza efímera al instante de disparar la cámara.
Quiero que tú seas mi primer cliente y tú casa la primera sala de exhibición, recuerdo que dijo el Amigo. No le obsequió ni un boceto. El primer cuadro que vendió lo compró mi padre. Si como en los escritos académicos el Amigo hubiera tenido que citar la fuente de soporte o inspiración de su trabajo, el nombre de mi padre figuraría en todas esas pinturas y en las muchas más que después creó.
Mi padre estaba muy complacido y contento por el uso artístico que el Amigo dio a sus fotos. Ahora bien, independientemente de lo correcta o incorrecta que pudo haber sido la conducta del Amigo, lo que cabe destacar es que de una obsesión que como fardo cargaba desde la infancia, sobre todo porque carecía de las destrezas propias de un artista nato, en la madurez supo darle cauce a su aspiración y aprendió a pintar como un profesional.
Quien le enseñó en aquella escuela californiana no solo confortó un alma que deseaba intensamente aprender a dibujar y pintar, sino que le ayudó a encontrar un rumbo insospechado. Así, al apropiarse de una disciplina, de diferentes técnicas de pintura, y de un ingenio de insospechada creatividad para resolver los problemas del oficio, que sin duda tiene el artista en el momento de crear, el Amigo descubrió su propio camino a Roma.
En aquel tiempo era costumbre que las instituciones bancarias engalanaran sus muros con obras originales de pintores mexicanos. De modo tal que buena parte de la obra del Amigo encontró espacios vacíos donde pender.
Quizá el más alto pico que alcanzó la obra del Amigo fueron las oficinas del Banco de México en el Distrito Federal, prestigiosa institución que adquirió algunas de sus pinturas. Ese lugar fue su Roma y el Amigo halló su propio camino para llegar a ella.
Colofón. Con esto quiero decir que en la búsqueda de un proceso escritural para realizar alguna obra, de un camino que lleve a concluir la tesis o al ensayo o al relato, Romas al final del camino, suceden cosas tan raras y extraordinarias como la referida del Amigo. Y si uno cree que no posee la habilidad para empoderarse de una forma creativa o proceso de escritura para redactar la tesis o el trabajo de fin de curso o la novela que siempre quiso escribir, vale la pena pensar que por alguna parte, quizá muy cerca, está la punta de la hebra, el principio de un camino que le llevará a Roma, a su Roma personal.
Victoriano Garza Almanza