El arte de enseñar y el oficio de escribir en la universidad
En la enseñanza de la escritura académica, como instructor, nunca encuentra uno un grupo igual a otro, todos son diferentes. Lo mismo que las personas que conforman esos grupos, cada una de ellas es tan distinta a cualquier otra en su manera de comportarse como desiguales son físicamente. Sin embargo, cuando en esa pequeña colectividad se deja sentir la influencia de dos o tres individuos, estos, marcando un patrón conductual, jalarán con su influjo a los demás cuando así lo decidan y crean conveniente; como pasa cuando la bandada de aves se mueve al unísono en el aire, volando súbitamente hacia el lado menos pensado, ante la seña de imperceptibles vigías que alertan a los compañeros del peligro inminente.
Cuando un grupo de estudio es así, y el instructor logra captar esas señales, la mitad del trabajo académico está hecho. Si se consigue que esos vigías le sigan, los demás acompañarán el vuelo. Los que por su cuenta se salgan de la bandada, como ocurre con las aves, quedarán a merced del rigor natural del entorno.
Para mí, este es el grupo perfecto para la enseñanza de la escritura académica. Un conjunto de personas tan disímiles entre sí, que incluye a estudiantes que sienten que las tienen todas consigo y que ahí no van a aprender nada nuevo, que generalmente son la clase de aves que si se les descuida optan por volar bajo su propio riesgo, y que al menos tiene un vigía arrojado capaz de hacer sentir su autoridad sobre los demás y su deseo de aprender.
En los cursos-taller de escritura académica, que usualmente imparto a profesores universitarios y en ocasiones a estudiantes de posgrado, es de esperar que todos los que asistan lo harán voluntariamente. Si así fuera no habría problemas con esas aves rejegas poco interesadas en aprender o conocer un poco más sobre el asunto, y no me preocuparía por detectar a los vigías y concentrar parte de mi atención en ellos para hacer más llevadero el entrenamiento.
Pero no es así, en algunas de las universidades con las que he trabajado, los organizadores locales han tenido la costumbre de obligar a algunas personas a asistir, y a veces pasa que ellas no tienen muchas ganas de participar porque no tienen intenciones de escribir ni publicar nada en el futuro. Pero, bueno, si el impulso de los vigías que por ahí aparecen no es suficiente para darle un sentido de vuelo a la bandada completa, entonces es donde entro yo como instructor para hacer trabajar hasta a los que no quieren hacerlo.
De una u otra forma, he notado que con la dinámica de explicaciones, ejemplos y ejercicios escriturales, en especial esto último, más el entusiasmo por aprender de la mayoría del grupo, hasta los más renuentes se dejan conducir.
Otro de los aspectos que engancha a los profesores universitarios que toman el curso-taller de escritura académica, es cuando se les hace notar lo obvio, el que la cátedra y la investigación constituyen por sí mismos un proyecto de vida, tanto si ellos son docentes dedicados exclusivamente a la enseñanza o si son profesores investigadores que además de enseñar investigan.
Para mantener bullente de energía esa idea del proyecto de vida, el docente tiene que mantenerse actualizado y el investigador activo. Y, créase o no, penosamente una buena parte del profesorado asimila su actuar profesional como algo rutinario y fastidiosamente cotidiano, medido en semestres. Si tienen esperanzas, la mirada les alcanzará para planear sus actividades a un año de distancia. Es decir, carecen de una agenda para la vida profesional que tienen ante sí.
Y aquí es donde intervengo. Si los profesores caen en la cuenta de que nunca habían pensado que los diez, quince, veinte o hasta veinticinco años que les restan de carrera profesional en la universidad pueden transformarse en un proyecto de vida, donde en el manejo de la prospectiva del tiempo y en el desarrollo y puesta en marcha de planes individuales y/o grupales gana la universidad, los estudiantes y, sobre todo, ellos mismos, los consejos y ejercicios escriturales que surjan en el curso-taller tendrán mayor utilidad y serán de aplicación práctica y directa.
Y tienen que verlo así, ya que para integrar el oficio de la escritura a sus proyectos de vida como profesores universitarios, deberán hacerse a la idea de que tendrán que hacer muchos pequeños cambios a sus formas de vida, tanto personal como profesional. Para empezar, deberán pensar de sí mismos que se convertirán en escritores académicos.
Tienen ventaja quienes desde un principio advierten la utilidad del curso-taller, pues orientan su aprendizaje a tareas pendientes, a planes por desarrollar, o a las súbitas aspiraciones por hacer algo nuevo. Por ejemplo, algunos participantes proyectan la actualización de materiales de apoyo en referencia a los cursos que regularmente imparten y, aquí es donde entra el cambio, en la elaboración de un libro de texto. Otros programan mejor la secuenciación y los momentos de los artículos que escribirán. Y quienes están esbozando o redactando sus tesis de doctorado, para tomar un estimulante impulso sintonizan el compás del curso-taller a sus necesidades personales.
Un lastre que suelen cargar los profesores universitarios veteranos, que jamás tuvieron la necesidad u obligación de escribir para publicar trabajos académicos o científicos, o que si alguna vez lo hicieron fue en promedio de un trabajo por quinquenio, son los años que pasaron alejados de esta actividad, y que si la vieron la tomaron como algo ajeno. Esta es una inercia que solamente se puede romper cuando la persona toma conciencia de las bondades del cambio, se contagia de interés por hacerlo, y se arma de voluntad y disciplina para lograrlo.
El escribir en la academia no es meramente tomar pluma y papel, anotar observaciones, recabar datos, efectuar análisis, y generar puntuales y rumiadas reflexiones. Como este oficio es una de las herramientas de trabajo más importantes que pueda poseer cualquiera, en especial el docente y el profesor investigador, la práctica continua debe convertirse en una obsesión. Luego devendrá en un acto cuasi-rutinario, normal en el quehacer de quien se aplique con entusiasmo.
Es triste ver a una persona, como me toco verla a mí hace años en un organismo internacional cuando viví en América del Sur, tachando los días del calendario, cada mañana al entrar a su oficina, y contando los que le restaban para jubilarse cuando cumpliera sesenta años. Esto, según me contó él mismo, y por lo harto que estaba de su trabajo, lo comenzó a hacer cuando cumplió cincuenta y cinco años. La motivación que le hizo soportar el suplicio por el que pasaba fue la meta de borrar del almanaque los 1826 días que faltaban por transcurrir, suprimiéndolos, uno tras otro, con rojo indeleble. El rayoneo del calendario fue quizá el más espectacular acto escritural de su vida.
Comenzar a escribir, a cualquier edad, sobre todo en el ámbito académico, con el propósito de renovar el proyecto de vida profesional y enriquecer los días por venir, es una actividad intelectual que todavía puede uno practicar sin la necesidad de sofisticada tecnología ni costosos equipos.
Como se puede advertir, el curso-taller de escritura académica va más allá del dictado de pláticas sobre estrategias de escritura, ejercicios escriturales, y participación de escritos mediante la lectura. Es también una especie de seminario para la adopción de nuevas alternativas de vida académica a través de la escritura.
Victoriano Garza Almanza