De Giovanni Guareschi a Corín Tellado: Entre librerías de viejo y fundaciones
¿Quién sabe hoy día de Giovanni Guareschi? ¿Quién lo lee todavía? Estoy seguro que muy pocos. Pero yo, que lo conocía desde la infancia, me propuse entretenerme con su lectura a medio siglo de distancia de haber visto por lo menos las solapas de sus libros y los dibujos que tienen algunas de las páginas. Quizá también arrastrado por la nostalgia. No lo leí cuando sus obras las tenía mi padre, quien se solazaba con la aventuras del cura de pueblo Don Camilo y su eterno enemigo, el alcalde comunista, Peppone, pues en ese entonces yo aún no pasaba de los cuentos de los hermanos Grimm. Luego, los libros de Guareschi quedaron atrás, en algún lugar, y perdí la oportunidad de leerlos.
Por los lugares a donde voy nunca pierdo oportunidad de visitar librerías, y en la lista de autores que cargo en la Molescuintle, donde los apellidos van y vienen, según encuentro sus obras y tacho sus nombres o los recalco para no olvidarlos, el que siempre permanece remarcado es el de Guareschi.
Un reciente día domingo, caminando por las calles de Oviedo, en Asturias, topé con una librería de viejo, que más tarde descubriría que se llama Anticuaria. En el aparador, justo en el centro, estaba un gris y gastado volumen de Don Camilo (Un mundo pequeño). Por ser día festivo, además de que ya era tarde, el negocio estaba cerrado. Cuando estuve de regreso en el hotel me di cuenta que por la euforia de haber dado con un libro de Guareschi, no tomé nota de la calle… ni del nombre de la librería. No sabía cómo volver, pues caminé las calles al azar, perdiéndome en la contemplación de la ciudad. Sólo me quedó por referencia una plaza enfrente de la librería. Pero a saber cuál plaza era de tantas que hay.
Tres días después, cuando tuve un espacio en el congreso al que asistí, caminé igual que el domingo anterior, sin rumbo fijo, y por casualidad fui a dar con una enorme estatua de un hombre reclinado sobre un escritorio, redactando sabrá que cosas, justo en la calle de Campomanes, que había visto cerca de la librería. Me encaminé por otra calle con la que hace esquina, llamada Marqués de Gastañaga, y en un minuto llegué al sitio buscado.
En cuento ingresé al lugar me atendió muy amablemente una señora, que resultó ser la esposa del dueño. Sacó de la vitrina el libro de Guareschi y lo puso en mis manos. Se trataba de un libro de 1953 impreso en México por editorial Nave, traducido por Fernando Anselmi. Toda una ganga: 8 euros. Al preguntar si no tendría otras obras del autor, la señora me pidió que pasara a una oficina anexa, donde se encontraba el propietario de la librería, D. José Manuel, acompañado de un joven que era su hijo, y lo viera con él.
Miles de libros parecían aprisionarlo a uno en ese pequeño universo, materia de papel de cualquier año de pasados siglos. Por lo reducido del espacio libre, me hicieron un hueco en la oficina, donde tenía que salir uno para que el otro entrara, y junto con D. José buscamos en su base de datos, que está en internet, la posible existencia de algún otro tomo de Guareschi.
Encontró otro. “Lo tengo abajo”, dijo. “Ya regreso”, le comunicó a su esposa. “Vente, Alberto, dijo a su hijo, vamos”. Bueno, pensé, también tienen sótano. Entre tanto conversé con la señora, y al cabo de unos minutos regresaron con otro Guareschi: Don Camilo y los jóvenes de hoy, este más nuevo, de 1971, traducido por Domingo Pruna y publicado por Plaza & Janés. Todavía más económico que el otro: ¡3 euros!
Luego pregunté por otros autores y temas, y en la pantalla aparecieron uno tras otros los títulos de varios de ellos. Como D. José tiene bien sistematizado su acervo de libros, apuntó las clasificaciones que le indicaban en que sitio de la librería estaban colocados. “Voy abajo”, volvió decir a su esposa. Ya parado en la puerta, a punto de salir a la calle, se volvió y me invitó diciendo: “venga, acompáñenos”.
Pero no descendimos ninguna escalinata, por el contrario, caminamos calle abajo. Ese “abajo” escuchado por mí no se refería exactamente a un sótano, como había imaginado, se trataba una enorme bodega repleta hasta el techo de miles de libros en otro edificio. “Tengo 35 mil, me dijo, y ya me deshice de otro tanto porque tenía que entregar la bodega donde estaban”.
Entre él y Alberto se pusieron a escudriñar entre los anaqueles, una averiguación de títulos que parecería anormal y de locos en una librería de viejo, donde la mayoría de los negocios de esta clase que he conocido son un caos; uno tiene que echarse un clavado a los libros para ver que encuentra. En este caso no fue así, por los puntillosos y organizados registros del dueño en su banco de datos y por las coordenadas de catálogo que llevaban apuntadas en unas papeletas, en pocos minutos encontraron todos los libros buscados.
De vuelta en la librería, y a raíz de que tiempo atrás yo me había interesado en los hábitos de trabajo de escritores prolíficos, le pregunté, aportando pocos datos para la indagación, sobre una tesis que se había escrito sobre la autora Corín Tellado, nativa de esa región, y presentado allí, en la universidad de Oviedo.
Consultó su base de datos. “No la tengo (la tesis), dijo el librero, pero tuve el libro Medio siglo de novela de amor: 1946-1996, de Pentalfa Ediciones, escrito por María Teresa González”. En ese momento recordé que González, la autora del mencionado ensayo sobre Tellado, fue quien en el año 2011 presentó su tesis doctoral sobre la reconocida escritora, en la universidad de Oviedo.
Hablamos un pocos sobre dónde se podría conseguir el estudio, y enseguida dijo a Alberto, porque el joven estaba a punto de salir: “encamínalo a la librería de la universidad, a veces ahí tienen las tesis que se publican como libros”. Me despedí y quedé en regresar más tarde para obsequiarles algunos de mis libros, que a veces suelo cargar cuando salgo de viaje. Dejamos la librería y caminamos varias cuadras. Llegamos al viejo edificio de la rectoría, en cuyo interior se encuentra una librería, que simple y llanamente se llama La Tienda universitaria, y preguntamos por la tesis de María Teresa González. No había registro de la tesis ni del libro.
Salimos de la librería y recorrimos el porticado de la rectoría. En eso suena un celular. Es una llamada de D. José a su hijo. Conversan. Se pierde la conexión. Otra llamada. Instrucciones. Cuelga. Entonces me dice que su papá consiguió, con el editor de Pentalfa, el libro de María Teresa González. “Es Gustavo Bueno, explica, el filósofo. Ya nos está esperando”.
Otra caminata más. Las distancias son en apariencia cortas, y avanzamos cuesta arriba. Me parecen así, cortas, por lo agradable del clima, por lo bonito de la ciudad, y por la cátedra que sobre la vida en Oviedo me proporciona Alberto. Minutos más tarde estamos en la Avenida de Galicia, frente a un enrejado que resguarda un viejo edificio.
Sin mayores preámbulos, cruzamos el patio de entrada hasta una escalinata. Subimos, y en la puerta de acceso principal nos recibió una persona que nos dio indicaciones de continuar hasta una oficina. Ya nos estaba esperando Gustavo Bueno, hijo. Nos presentamos. Luego, sin más ni más, espetó directamente: “así que lo que te trae por acá es Corín Tellado”, dijo con una enorme sonrisa. Al mismo tiempo, me extendió un volumen del libro Medio siglo de novela de amor: 1946-1996.
Era muy larga la historia como para contarla en ese momento, y contesté algo así como que no era el asunto de lo romántico de sus novelas lo que me atraía de Tellado, sino su intenso modo de trabajar, que quería conocer. Su explosiva creatividad escritural. No sé si quedó claro el asunto, pero lo cierto es que de esta manera conocí a la Fundación Gustavo Bueno y a su fundador, Gustavo Bueno hijo. Únicamente me faltó conocer al famoso filósofo Gustavo Bueno padre.
Tampoco me dio pena que se malpensara sobre mis intenciones de lector respecto a la Tellado, al fin y al cabo notables autores, como Guillermo Cabrera Infante y Mario Vargas Llosa, no sólo la leyeron, sino ensalzaron su portento creativo y, sobre todo, su impacto, pues fue la persona que puso a leer a millones de no leedores; no importa que no leyeran la Odisea o el Quijote, al menos distrajo y puso a soñar a los insomnes.
Más allá de Tellado, Gustavo y yo conversamos de nuestras instituciones y sobre posibles futuras colaboraciones (en lo cual ya estoy pensando). Nos despedimos. Alberto y yo abandonamos la fundación y desandamos lo caminado y, no sin antes agradecerle mucho su tremenda gentileza, cada cual siguió su rumbo.
Habían pasado varias horas desde el desayuno tempranero, e hice un alto para comer en La bellota asturiana de Fruela, donde me zampé tremenda fabada asturiana. Entre trago y bocado comencé a hojear el Medio siglo…, y, ¡sorpresa!, me topé, desde el principio, con una filosófica y ditirámbica presentación de la obra realizada por el filósofo D. Gustavo Bueno. Así, con tan guapo texto, como podrían haber dicho en Oviedo, me zambullí en el aroma literario que, de acuerdo a la autora y al presentador del libro, González y Bueno, Corín Tellado dejó como herencia al mundo. 48 horas después, volando sobre el Mediterráneo en la ruta Madrid–Roma, ponía punto final a la lectura de Medio siglo…
En Roma, ¡qué mejor lugar que ahí!, daría inicio a la tan esperada lectura de Mondo piccolo, de Giovanni Guareschi, en cuyas páginas el cura Don Camilo, quien se la pasa peleando con el rojo de Peppone, conversa y discute con el Cristo del altar mayor, a quien denomina: “el mejor consejero del universo”.
Victoriano Garza Almanza