¿Sufres cuando escribes o sufres cuando no escribes?

El académico universitario de hoy tiene que escribir y publicar sobre su quehacer para que, cuando lo evalúen, obtenga cierta calificación conveniente y, en consecuencia, se le retribuya económicamente por su producción.

Pero no todo el que escribe piensa de esta manera: publicar para ganar. Hemingway lo expresó así:

“Tengo que escribir para ser feliz, me paguen o no por ello”. Luego, en otra parte anotó:

“¿Tú sufres cuando escribes? Yo, en absoluto. Sufro como un bastardo cuando no escribo…”

Y continúa diciendo:

“Pero es una enfermedad infernal haber nacido así. Me gusta hacerlo. Lo cual es aún peor. Eso convierte la enfermedad en un vicio. Además, quiero hacerlo mejor que nadie lo haya hecho, lo cual lo convierte en una obsesión”.

En esto se diferencia un verdadero escritor de un redactor de reportes, como suele ser un científico que sólo genera papers, o de un diseñador de power points, como acostumbra hacerlo el académico universitario, para quienes la escritura es un medio y no un fin.

En la década de los ochentas del pasado siglo XX, cuando comencé a publicar (ya escribía desde mucho tiempo atrás), lo hacía obedeciendo a un interés personal por dejar huella de mi trabajo, por participar a otros colegas lo que encontraba en lo que hacía como biólogo, y por una cultura de la comunicación científica adquirida al colaborar (como una especie de investigador junior, concepto que no existe en México) con un grupo de veteranos investigadores estadounidenses, a saber:

  • David Bown (OPS/OMS), entomólogo médico
  • John Briggs (Ohio State University) entomólogo, jefe del departamento de entomología de OSU, ex alumno de Edward Steinhaus quien fue fundador de la patología de insectos
  • Roland Seymour (Ohio State University), micólogo de agua dulce
  • William Scott, micólogo retirado y descubridor de varios géneros de hongos acuáticos; mentor de Seymour
  • Samuel Singer (Western Illinois University), renombrado bacteriólogo y descubridor de bacillus que llevan su nombre
  • George P. Georghiou (UC Riverside), uno de los grandes de la toxicología de insectos
  • Robert Tonn (OPS/OMS), entomólogo médico
  • Mir S. Mulla (UC Riverside), entomólogo
  • Randy Gaugler (Rutgers University), nematólogo de insectos
  • Andrew Arata (WHO), entomólogo y genetista de mosquitos,

entre otros, que nos visitaban frecuentemente debido a que tenían una serie de proyectos en el Centro de Investigación de Paludismo, en Tapachula, Chiapas, donde yo me encontraba.

Posteriormente, cuando empecé a trabajar en la universidad ––así, a secas, pues han sido varias de ellas––, me percaté que eso de escribir y publicar sólo lo hacían algunos pocos profesores investigadores; eran la excepción y no la regla. Yo y alguno que otro de mis compañeros lo hacíamos por gusto y no porque nadie nos lo exigiera. Además, eventualmente llevábamos nuestros trabajos a congresos. Sentíamos esto como una responsabilidad. En algunas instituciones veían esta conducta como algo fuera de lo común, inapropiada y hasta inútil. Decían que hacer eso era una pérdida de tiempo.

Cuando en 1984 se fundó en México el primer programa que recompensaba económicamente a los investigadores porque publicaban los resultados de sus estudios (el Sistema Nacional de Investigadores o SNI), para incentivarlos y mejorarles su salario, en la idea de que la publicación científica era el producto de su investigación y de que la investigación científica era la vía a seguir en el desarrollo de la ciencia nacional, se empezaron a registrar en el Sistema aquellas personas que normalmente hacían esta actividad desde hacía años, pero también surgieron otros que antes ni escribían y mucho menos publicaban, pero que se iniciaron en este camino para obtener la recompensa.

En 1996, surgió otro programa de recompensas similar al mencionado, el Programa para el Mejoramiento del Profesorado (PROMEP), tendiente a remunerar a los docentes e investigadores universitarios que tuvieran un posgrado (maestría o doctorado), que hicieran investigación de algún tipo, que publicarán, que asesoraran estudiantes, que crearan redes de colaboración, etc. Este fue un giro importante porque muy pocos docentes hacían tantas cosas a la vez. Sin embargo, la retribución era atrayente, pues mientras más actividades cumplían más puntos harían y, en consecuencia, más salarios mínimos recibirían. Es decir, dependiendo de la universidad, alguien productivo podría devengar entre 13, 15 o más salarios mínimos de complemento salarial mensual durante un año o dos, según si la evaluación hubiese sido anual o bianual, y renovar su reconocimiento al siguiente período. También, al ingresar al PROMEP, como un bono de bienvenida obtenía una cantidad determinada el que tuviera maestría o el de nivel doctoral, suma que era destinada a la adquisición de equipo suplementario, para pagar un mini proyecto o para realizar uno o dos viajes a conferencias.

PROMEP fue un terremoto en las universidades públicas. Miles de profesores que todavía eran pasantes o cuando mucho tenían la licenciatura, se volcaron a estudiar sus posgrados. Al retornar a las aulas y laboratorios comenzaron a producir como nunca antes. Hoy son rara avis los docentes con nivel de licenciatura y comunes los que poseen maestría y doctorado. Sin duda, el nivel educativo del profesorado de las universidades públicas mexicanas se acrecentó, y sigue haciéndolo. Actualmente hay decenas de miles de profesores con doctorado y muchos miles más con maestría.

Cabe recalcar que SNI y PROMEP se complementan, no se excluyen. Pero para ingresar al SNI, uno de los requisitos básicos es el doctorado, para PROMEP la maestría y/o doctorado. Un doctorado puede estar adscrito en ambos sistemas, un master sólo en uno (a menos que científicamente sea muy productivo y los evaluadores del SNI le permitan ingresar).

No obstante, y en esto me entra la duda, habida cuenta que el PROMEP fue un programa creado a diez años, de 1996 a 2006, pero que para bien ha continuado de una u otra manera hasta esta fecha, ¿qué pasará si por alguna razón la Secretaría de Educación Pública decide finiquitarlo? (para el SNI la situación es muy diferente pues el Sistema está anclado a otros esquemas administrativos y financieros). ¿Habrá suficiente vocación entre el profesorado para continuar investigando, escribiendo y publicando a pesar de que no haya más incentivos económicos? o ¿Tendrán suficientes alicientes para comportarse como intelectuales hasta el fin de sus vidas después de que se jubilen?

Esta duda me asalta porque cuando conocí al Dr. Scott en Tapachula en 1983, entonces acompañaba al Dr. Seymour para conocer las selvas del sur de México, le pregunté que qué hacía ahora que estaba retirado. Yo imaginaba que se la pasaba escribiendo sus memorias científicas o buscando nuevas especies de hongos o algo así. “Jugar bolos”, me contestó escuetamente. “Si, terció Seymour riendo, es campeón regional de boliche y viaja por los Estados Unidos participando en las diferentes competencias. Su meta es ser campeón nacional”.  “Se hace mucho dinero”, concluyó Scott. Él ya había hecho lo suficiente; había colgado la bata, guardado el diario de campo, y cerrado el aula tras de sí. En su nueva vida no cabían los asuntos científicos ni académicos.

¿Y ahora quién, al quedarse sin incentivos, podrá decir como Hemingway?

“Sufro como un bastardo cuando no escribo…”

Victoriano Garza Almanza