De la enseñanza de la escritura. 7

¿Existe una edad para empezar a escribir y publicar?

Abordé el Jeep y encendí la radio justo cuando estaba por concluir un programa cultural del IMER (Instituto Mexicano de la Radio). No alcancé a identificar quien era la persona que hablaba, pero por lo que alcancé a escuchar había rendido un homenaje al intelectual y académico mexicano Ernesto de la Peña, quien falleció el pasado 10 de septiembre.

De la Peña murió a los 84 años, faltándole un poco más de dos meses para cumplir los 85. Llamó mi atención que el invitado, pues se trataba de alguien que estaba participando como comentarista en un programa conducido por un locutor, del cual tampoco dieron el nombre al cerrar la transmisión, dijera que De la Peña publicó su primer libro después de los 60 años.

De la Peña era un hombre estudioso, políglota (por ahí los medios mencionan que hablaba y escribía en 31 lenguas), académico, traductor desde hace más de 4 o 5 décadas de numerosas obras al Español, pero propiamente no era un escritor. No, al menos, hasta que en 1988 publicó su primera obra, una serie de relatos, que le mereció Premio Xavier Villaurrutia en el género de cuento. A partir de entonces, hasta su muerte, la escritura de libros constituyó una parte importante en su vida.

En el mundo de la literatura, no pocos críticos y novelistas consagrados suelen afirmar que quien no escribe y publica antes de los 35 años nunca será escritor, aunque lo intente. Tal vez así crean que funcionan las cosas en el campo de la escritura creativa o ficción, pero ciertamente que no es una regla, existen  antecedentes de muchísimas personas que se convirtieron en escritores después de los 40, 50, o 60 años.

José Saramago es uno de ellos. Se inició muy joven como periodista y a los 25 intentó incursionar, sin éxito alguno, en la ficción. Dejó pasar el tiempo y adquirir mayor experiencia para intentarlo de nuevo. A los 55 años publicó su primera novela profesional y a los 76 obtuvo el Premio Nobel. Me parece que la española Rosa Regás también comenzó su carrera literaria después de los 50 años de edad.

Pero en el campo de las ciencias la cuestión es diferente; la comunicación científica escrita es otra dimensión, en donde los autores escriben sobre entidades reales, buscadas intencionalmente mediante planes y acciones de investigación que, con la aplicación de formas de hacer e instrumentos especializados, pretenden develar y así demostrar la existencia de cosas y fenómenos naturales. El producto de su trabajo será un nuevo saber, que se sumará al conocimiento que el hombre tiene de la naturaleza.

El investigador normalmente empieza a publicar artículos científicos y/o académicos al inicio de sus carreras. Su comienzo puede ser a muy temprana edad, sobre todo en los países desarrollados que a los veintitantos años ya están doctorados, pero a mediana o madura edad en los países en vías de desarrollo, donde los académicos alcanzan sus doctorados después de los 40 años en delante (yo conozco gente que a sus sesenta y pico todavía están en el doctorado).

No hay que perder de vista que para el investigador los artículos son un medio y no un fin, parte de su quehacer instituciona_l y su sobrevivencia académica, pues sufre el _síndrome del publica o perece; para los literatos, sus libros son un fin y su forma de vida personal. Quizá por esto, porque su leitmotiv son los artículos, hay muy pocos científicos en México que escriban y publiquen libros.

De los aproximadamente 21,000 científicos y estudiosos que están dentro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), a los cuales se les evalúa principalmente por los artículos publicados en revistas internacionales de alto impacto, muy probablemente menos del 10% han escrito y publicado al menos un libro en su vida (especializado o de divulgación) como autores únicos.

Soy de la idea de que el SNI, las instituciones de educación superior, y sobre todo la sociedad mexicana, se enriquecerían si al menos todos y cada uno de esos 21,000 investigadores tuviera la obligación de escribir un libro como autor único para cada evaluación (ciclo de 4 años). Y como los investigadores están distribuidos en los 31 estados de la República y el Distrito Federal, y algunos en el exterior, esto ayudaría a crear una cultura de la ciencia y a fomentar el interés y la vocación de niños y jóvenes por las diversas disciplinas.

Hay miles de investigadores que han participado en la publicación de libros colectivos, que ya son parte del folklor matachín del medio universitario, pero, la verdad, no es lo mismo escribir un libro por sí mismo, aunque quede cucho y feo el trabajo pero ya es un principio, que compilar las presentaciones de una conferencia o seminario ad hoc y luego acomodarlas. Además, posteriormente hablaré sobre ello, publicar un buen libro colectivo tiene su ciencia; se planea y se construye con un propósito general, y los participantes, como los miembros de una orquesta, tocan sus instrumentos, o escriben sus capítulos, bajo la coordinación de un director, a un tiempo y a un ritmo.

Theodora Colborn, nacida en 1927, igual que De la Peña, vivía apaciblemente atendiendo su botica en algún lugar de Colorado, en Estados Unidos, cuando, en los años 70s del pasado siglo XX, el río de la región donde residía fue contaminado por una empresa minera. Para entender el problema y luchar contra esa injusticia, dejó el mostrador y, en 1978, se fue a estudiar una maestría al Western State College of Colorado. Continuó sus estudios en la Universidad de Wisconsin, donde en 1985 obtuvo su doctorado. Para entonces ya tenía 58 años.

A partir de aquí inició una carrera como investigadora estudiando el impacto de los contaminantes químiosintéticos (plaguicidas, desechos tóxicos industriales, fármacos y productos de limpieza, maquillajes, etc.) en la vida silvestre. En 1996, a los 69 años, publicó su primer libro (Our stolen future), una obra que la consagró como la nueva Rachel Carson de las ciencias ambientales. Hoy día, a sus 85 años, es una de las estudiosas de la salud ambiental más reconocidas y solicitadas del mundo.

Robert K. Merton (1910–2003), sociólogo de la ciencia de gran reputación internacional, fue invitado en 1993 por Jim Crone a visitar su universidad, como parte del programa de profesores visitantes. Merton declinó la oferta argumentando que, a sus 83 años, él sabía que su tiempo sobre la tierra era limitado. En ese momento, de acuerdo a Crone, Merton estaba trabajando en 45 proyectos de escritura (libros y artículos), y que había decidido darle prioridad a la escritura sobre las actividades orales como las conferencias o los cursos.

Esto de llevar varios proyectos de escritura a un tiempo, no es raro entre los americanos; de hecho, es algo muy factible y recomendable para los académicos que tienen que contender con cursos, conferencias, presentaciones, proyectos, artículos, etc. (en otra entrada comentaré una estrategia para hacer esto, que yo mismo practico).

Por último, debo mencionar que un estudiante de ciencias no suele tener idea de las historias que dicen los literatos ––porque comúnmente no leen otra cosa que no sean trabajos de sus disciplinas––, de que si no se comenzó a escribir antes los 35 años, la vida como escritor no tiene ningún futuro. Pero si los llega a escuchar, no tiene porque llenarse la cabeza de embustes, más bien debe saber que la vida de un escritor de ciencias comienza después de los 30 o 40 o 50 o 60 años, no importa la edad, y no cesa en tanto la persona siga haciendo investigación y gustándole lo que hace. A veces continúa más allá del retiro, como los casos de Robert K. Merton, Edward O. Wilson, o Ruy Pérez Tamayo, y tantos otros científicos más a los que el fantasma del publica o perece no les asusta.

Victoriano Garza Almanza