La escritura académica como obligación
En su libro, Si quieres escribir (If you want to write, 1938), Brenda Ueland habla sobre la creatividad de los niños, de la forma en cómo improvisan historias y montan mini obras de teatro. Cuenta de cómo el entusiasmo entre los pequeños, que a veces dura dos o tres días mientras desarrollan sus ideas, se desborda en una actividad conjunta en la que unos y otros contribuyen hasta con una chispa de su ser, con su contagiosa energía.
“Sin embargo, afirma, esta energía llena de placer, de pasión, muere en nosotros durante la juventud. ¿Por qué? Porque no la valoramos como lo que es, algo grande e importante; porque dejamos que un dudoso sentido de lo que es obligación la sustituya; porque en el fondo de nosotros mismos, no la respetamos como a un elemento que debemos conservar y dejar crecer, y porque no la mantenemos viva en los otros, pues descuidamos la capacidad creadora de los demás”.
Cuando el académico universitario, que nunca ha escrito pensando en publicar en medios especializados, de pronto se siente, literalmente hablando, empujado por las circunstancias laborales a hacerlo, su albedrío queda sujeto al sentido de la obligación. Su voluntad no cuenta en el acto de escribir, debe hacerlo.
Esta situación, sin importar la edad que tenga ni que tan pronto se vaya a jubilar, lo pone en un mundo ajeno al propio, cargado de códigos y estrictos convencionalismos, que más que estimularlo lo inhibe y, la mayoría de las veces, le dificulta su incursión en este nuevo territorio.
Particularmente me refiero a aquellos profesores universitarios que más han dedicado su vida a la docencia y poco o nada a la investigación, y que de pronto, como ha ocurrido en México, se han visto forzados por las normas emergentes de la certificación académica (tan de moda), a escribir para publicar. Docentes que no estaban familiarizados con el ambiente de las publicaciones científicas ni académicas, como en el que se forma el investigador, y que ni por asomo conocían cómo empezar a partir de cero.
Una manera de evitar llegar a esto, apelando a lo que menciona Ueland en su libro, es ayudar a esa persona a descubrir de sí misma lo que tiene de poeta o, para nuestro caso, de escritora académica.
Sin embargo, y habida cuenta que en este mundillo de la escritura académica, donde el publica o perece es la regla, es muy nuevo en el medio de las universidades públicas mexicanas, en el cual absolutamente todos los profesores deben de escribir y publicar aunque no tengan como meta convertirse en miembros del Sistema Nacional de Investigadores (SNI, que data del año 1984, y que entre otras cosas exige el doctorado y la publicación en revistas internacionales con factor de impacto para concursar el ingreso) pero si la obligación de calificar para el Programa de Mejoramiento del Profesorado (PROMEP, que inició en 1996 pero tomó fuerza después del 2005, el cual es un símil del SNI pero con reglas muchísimo más laxas y requiere de maestría o doctorado), adolece de una falta de cultura para prepararlos e iniciarlos en la carrera escritural universitaria.
Esta postura es difícil para muchos, pues si a esos miles de docentes universitarios, que nunca han escrito ni una sola línea pensada para ser publicada en cualquier medio, se les impone la escritura y la publicación como un imperativo de su quehacer, lo menos que tienen que hacer las autoridades universitarias y el PROMEP es echarles una mano, enseñarles cómo hacer eso.
De tal manera que para seguir el consejo de Ueland, o sea para de ayudarlos a descubrir por sí mismos sus capacidades autorales, que en su vida habían pensado que quizá pudieran tenerlas escondidas en algún recoveco del cerebro ni mucho menos imaginado que alguna vez se verían en el apuro de apelar a ellas para sobrevivir en la academia, se precisa de programas continuos de inducción y capacitación que los alfabetice en lo básico de la escritura científica y académica, les enseñe los elementos de la auto edición, les asista en la búsqueda e identificación de las revistas donde puedan publicar, entre otras cosas más.
Pero, en verdad, seamos sinceros, a partir de estos programas, que tanto exigen a los profesores investigadores pero que más resienten los docentes, ¿se están produciendo y publicando geniales trabajos? ¿Se están formando buenos autores entre los docentes y profesores investigadores? ¿Llegan a la sociedad y tienen algún impacto en ella? Bueno, esto habrá que investigarlo… y publicarlo.
Victoriano Garza Almanza