Para romper el círculo
El presente texto, que forma parte de un escrito inédito más amplio, fue elaborado en el año 2001. Como no veo que nada haya cambiado en los últimos 11 años, como tampoco cambió nada durante los 100 años anteriores, lo publico tal cual.
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Es lamentable encontrar, a principios del siglo XXI, legiones de estudiantes universitarios y de nivel posgrado, educados para responsabilizarse de las empresas públicas y privadas y del futuro de México, que leen sin saber leer y escriben sin saber escribir.
La culpa no la tienen ellos, ni quienes les enseñaron a lo largo de sus vidas, sino el sistema de educación. El viejo sistema de educación mexicano, así como el de otros países de habla hispana, desarrollado al fragor de las campañas de alfabetización de los años 30’s a los 60’s, se dedicó a instrumentar a niños y jóvenes con las herramientas del “cómo leer” y “cómo escribir”.
Millones de niños se han formado en el “cómo de la lectura” y el “cómo de la escritura”, pero pocos, relativamente un poco más que nada, aprendieron y saben leer y escribir.
Con enseñar a leer quiero decir: insuflarles a los niños y jóvenes el ansia de ir más allá de la llamada “lectura mecánica”, de llegar a hacerles comprender por sí mismos los textos leídos en los cursos o ratos de ocio, de despertarles la inquietud y la curiosidad de saber más a través de los libros, de hacerles pensar y hasta creer que en los libros yace la esperanza del hombre.
Con enseñar a escribir quiero decir: mostrarles a los niños y jóvenes que la palabra hablada no es la única forma en la que ellos se pueden comunicar, que otro camino de la comunicación es la palabra escrita; que a través de la escritura ellos pueden aprender a organizar sus pensamientos, a darles fuerza a sus ideas, a conocerse mejor a sí mismos.
En México, son millones las personas que han pasado por la escuela, desde la elemental hasta la universitaria, sin que hayan atinado a reflexionar que la comunicación oral no es la única válida para la vida diaria y profesional. Desafortunadamente, la palabra hablada y escuchada a través de la radio y la televisión, acrecienta la confianza en la oralidad.
Y en un siglo nuevo, donde la información es la clave del desarrollo por venir, ¿que pueden esperar los pueblos cuyos individuos leen y escriben mecánicamente? ¿Qué pasará cuando el que “lee” no entienda los contenidos y el que “escribe” transcriba sin entender lo que otros dicen? Y si además el pueblo no escribe su memoria, ¿cuál será el legado de ellos a los que vendrán?
Hasta hace poco, al final del camino en la formación del profesional mexicano, había una última esperanza de revertir lo que diecisiete años de escolaridad no enseñaron: aprender a transmitir por escrito una experiencia real.
Y es que para titularse, el pasante universitario tenía la obligación de plantear un proyecto de investigación, de desarrollarlo y de escribir sus hallazgos. Esta era una tarea individual que lanzaba al estudiante inexperto, sin otro salvavidas que su instinto de sobrevivencia, a culminar su etapa de aprendizaje escribiendo y defendiendo un escrito: la tesis.
En el proceso del desarrollo de la tesis, hubo estudiantes que aprendieron a investigar en archivos y bibliotecas, a determinar qué información les era útil y cual no, a escrutar y analizar textos de una forma como antes rara vez lo hicieron, a tomar notas y, sobre todo, a expresar con garabatos lo que querían decir, aprendieron a comunicar por escrito sus resultados.
Por más de medio siglo, el estudiante que cursaba una carrera universitaria tenía el compromiso de realizar, al final de su educación, su tesis. El resultado fue que más del 50% de los egresados de la universidad pública nunca pudieron alcanzar su grado por no haber sabido responder a esta situación.
Pero esto ya es historia, ahora el sistema de enseñanza de la Universidad pública mexicana se ha vencido ante las miríadas de estudiantes que fracasaron en el intento de titularse por no saber cómo plantear y escribir sus tesis. Ahora, las universidades están extendiendo títulos automáticamente a quien curse y apruebe su última clase, o asista a un seminario equis, o realice un viaje de estudios, o…
Este, si bien es un fracaso de proporciones monumentales, no es un fracaso atribuible a la enseñanza universitaria en sí, pues aún sin título hay excelentes profesionales; es un fracaso del sistema educativo no universitario, desde los niveles básico y secundario hasta el preparatorio, porque nunca enseñaron al preuniversitario a leer y a escribir. Un estudiante que ingresa a la universidad ya debe de comprender textos a través de su lectura y expresar por escrito aquello que desee comunicar por este recurso. De forma tal que, cuando el pasante tenga que hacer su investigación y escribir su tesis, lo haga sin mayores complicaciones.
Con tamaña medida, con la titulación automática las universidades resuelven su déficit de titulación. Ya no habrá pasantes, pero si egresarán de la universidad más personas que pudieron haber hecho el esfuerzo de preparar sus tesis y que no lo hicieron, que pudieron haber aprendido a escribir y que ya no aprendieron. Habrá más titulados que nunca, pero también más profesionales ágrafos.
La solución al problema de titulación no es la eliminación de las tesis de licenciatura, con esto sólo se logra complicar más el caso y generar más problemas a futuro. Lo que es todavía peor, se traspasa la problemática al posgrado, a donde hoy día miles de jóvenes, que arrastran consigo su invalidez, acuden para continuar sus estudios.
Lo que se debe hacer es tratar de romper el círculo que el sistema educativo creó hace más de medio siglo y que aún persiste.
¿Y qué hay que hacer para romper este círculo vicioso? No hay que inventar máquinas ni traer expertos de países lejanos, la solución existe desde hace mucho en países avanzados. Basta con que nos miremos con atención lo que ellos han estado haciendo durante años y estemos dispuestos a adecuar e implementar esas medidas en nuestro país.
Victoriano Garza Almanza