El Plan B del investigador retirado: ¿Escribir libros?
¿Cuántos profesores investigadores y científicos que están o han estado adscritos al Sistema Nacional de Investigadores (SNI) de México –o dentro de algún otro gremio similar en otros países– tienen, como autores únicos, libros publicados?
Considerando que en la actualidad el SNI tiene registrados alrededor de 23,000 investigadores (en 5 niveles diferentes, desde candidato, 1, 2, 3, y emérito), sería exagerado de mi parte –además de increíble para cualquiera que viera el dato– afirmar que al menos la mitad de ellos (11,500) ha escrito y publicado uno o más libros como únicos autores en algún momento de sus vidas. Es más, sostener la idea de que el 25%, o sea 5,750 investigadores lo han hecho, sería mentir.
Siendo optimistas, podríamos admitir hasta un 10% de ellos (2,300), pero analizando al azar algunos nombres inscritos en las listas de sus miles de miembros y buscando en sus antecedentes curriculares, los datos indican que a lo sumo el 7.5 % (1,725), entre ellos los de mayor rango (nivel 3 y eméritos), lo han hecho alguna vez.
¿Cómo está eso?, podría preguntar el ciudadano común y corriente –imaginándonos que preguntara–. ¿Qué no se supone que los investigadores están para expresar su sabiduría en libros?
La respuesta es: no. Eso fue muchos años atrás, hasta que se inventó el género que se conoce como ‘artículo científico’ en el siglo XIX. A partir de entonces, sobre todo a partir del siglo XX, cada vez fueron más los investigadores en el mundo que redactaban artículos, y menos los que escribían algún libro.
Los proyectos de investigación, por prolongados que fueran, se publicaban a tramos, trozo por trozo; y de esta manera, escuetamente, se difundían los resultados parciales hasta concluir el trabajo. El investigador no esperaba hasta agotar su proyecto y entonces divulgar lo encontrado; por múltiples razones –como prioridad en descubrimiento, derechos de propiedad, y otras cosas– lo hacía desde el principio, tan pronto comenzaba a tener un puñado de datos coherentes.
En algunas disciplinas, principalmente las humanísticas, la preparación de libros todavía, aunque débil, es una meta del investigador, sin que por esto deje de lado su compromiso de publicar artículos. Pero en las disciplinas científicas, tecnológicas y sociales, la mente del investigador está en la fabril y febril producción de artículos; tanto, porque en general se carece de una cultura de letras –como regularmente sí la poseen los de las humanidades–, como porque en las evaluaciones académicas la escritura y publicación de artículos es lo que más les cuenta… y más les reditúa financieramente.
Además, la planeación y escritura de un libro –que, dicho sea de paso, quita mucho tiempo, al menos eso dicen– no figura en el universo de sus metas profesionales.
Paradójicamente, entre los hombres de negocios –por lo menos en los de los países desarrollados– es común ver cuántos de ellos escriben y publican libros. Muchas de esas personas, en especial los jóvenes emprendedores que comienzan a crear y fundar sus propias empresas, quieren escribir libros; ya sea por sí mismos o con la ayuda de alguien más, para dejar una huella de su trascendencia.
Y ¿por qué esto? Porque un libro cambia la vida de la persona. Ser hombre de negocios y además escritor, hace la diferencia respecto a los que únicamente hacen negocios. En el círculo de amistades, en el club, o en la asociación de hombres de negocios, ser autor de un libro da mayor distinción que el resto.
En su libro, ‘The entrepreneurial author’, JC Levinson y DL Hancock, afirman que, en los negocios en Estados Unidos, “si tú quieres ser percibido como un experto, no hallarás forma más rápida de conseguir la etiqueta de ‘experto’ que con un libro”.
Un investigador puede escribir docenas de artículos y ofrecer cientos de presentaciones, pero a menos de que uno de sus trabajos sea verdaderamente excepcional y marque un cambio de rumbo en su disciplina –como el brevísimo artículo sobre la estructura del DNA que condujo al Nobel a Watson y Crick, o la ponencia de Feynman, que con sus conceptos de ‘miniaturización’ y ‘pequeña escala’ adelantó la idea de la nanotecnología, entre otros muchos casos más que existen–, en cuanto el investigador ‘estándar’ deje de hacer su tarea y no vuelva a escribir ni a publicar, en seguida será olvidado, toda vez que la obsolescencia de los artículos científicos es de pocas semanas.
Pero si el investigador se toma tiempo para reflexionar su quehacer, para proponer ideas basadas en su experiencia, para enseñar algunas lecciones, y, quizá para opinar, en uno o más libros, podrá estar dejando una huella más profunda que la de todos sus artículos juntos.
Con esto no quiero decir que los investigadores deban dejar de escribir artículos especializados, ¡no, en lo absoluto! Al contrario, que le den reingeniería a su trayectoria profesional e integren todas esas mini-experiencias que les han dejado sus investigaciones y sus artículos; y que las incorporen en visiones más amplias, en maduras perspectivas que puedan exponer en una obra, en su libro.
Si además de sus artículos, escritos en una jerga técnica sólo entendible a un ‘bonche’ de colegas –reducido círculo de sabios, a donde normalmente no acceden parientes ni amigos–, los investigadores heredaran a su familia y a la sociedad al menos un libro escrito en lenguaje llano y simple, como por ejemplo lo ha hecho Stephan Hawking, dejarían una huella que, además de hacer historia y entretener, podría ser motivante y, como ‘Cazadores de microbios’ de Paul de Kruif, sembrar vocación.
Victoriano Garza Almanza
1º de Abril de 2015
Frontera MEXUS